Le presentamos este relato que nos muestra a Ushuaia y El Calafate vistos con los ojos de una venezolana.
Abrumada por la cantidad de información, nuestra memoria se remite cada vez más a recordar sólo las cosas más impactantes, interesantes o que más llaman nuestra atención.
En mi memoria no se borrarán las imágenes percibidas en aquella Semana Santa de 2007. Recuerdos que propongo rememorar en esta oportunidad.
Miércoles 4:50 de la mañana en un abril que poco de otoño tenía y mucho de invierno le sobraba. En medio de la alegría y el agite cerrábamos nuestras valijas. El destino: Ushuaia y El Calafate.
La primera sorpresa la recibimos al mismo momento de llegar al Aeropuerto Jorge Newbery. El vuelo, estipulado para las 7 de la mañana, estaba retrasado un par de horas. Par de horas que se fueron extendiendo cada vez más hasta finalmente tomar el avión a las 3 de la tarde.
Ushuaia, la primera escala
Tras tres horas y media de vuelo, llegamos al extremo sur del continente. Yo, proveniente de la puerta de entrada de Sudamérica, Venezuela, me quedé asombraba desde el primer momento por la tranquilidad, la imponencia y el frío propio de esta ciudad denominada por el pueblo Yámana como Ushuaia: bahía profunda o bahía al fondo.
Como aquél que tiene el tiempo contado, aprovechamos sin descanso las últimas horas del día para visitar el Museo Marítimo y Presidio cuya historia nos atrapó: Cuentan que corrían los primeros años del siglo XX cuando se decidió, por razones humanitarias, trasladar la cárcel militar a la capital de la provincia de Tierra del Fuego, en la que para ese momento sólo había unas cuarenta casas. Y ése fue el origen de la ciudad que se ve hoy en día.
A la mañana siguiente pudimos experimentar uno de los mejores amaneceres desde el solitario hotel en que nos encontrábamos. Cargados de energía decidimos visitar el Cerro Castor. Desde las Aerosillas del Centro de Montaña Glaciar Martial pudimos observar la belleza de la flora que caracteriza a Ushuaia. Un paisaje propio de otoño entre amarillos, rojos y marrones.
También tuvimos tiempo para conocer la fauna de la región más fría del país. Un catamarán nos llevó por el medio del Canal Beagle hasta la Isla de los Lobos, donde en silencio pudimos apreciar el modo en el que viven tanto los lobos marinos de un pelo y como los de dos pelos. Asimismo, en la Isla de los Pájaros pude ver por primera vez albatros errantes y albatros real. Para culminar el día no podía faltar una postal en el Faro del Fin del Mundo, y rememorar desde allí la construcción del primer faro en aguas australes argentinas y el objeto de inspiración de escritores de la talla de Julio Verne.
Antes de partir, viajamos en el Tren del Fin del Mundo, transporte realizado a principios de 1900 para el traslado de los materiales y reclusos encargados de construir la cárcel de la ciudad. Por este motivo, se le conoció comúnmente como el Tren de los Presos, en alusión a los convictos que transitaron en él desde 1909 hasta 1952.
Ir a Ushuaia significa viajar hasta el extremo sur del continente americano, implica un pasaporte al fin del mundo cuya estampa de salida logramos colocar en el Parque de Tierra del Fuego luego de observar uno de los mejores paisajes de la zona más austral de Argentina.
Calafate, la ciudad de los glaciares
3000 kilómetros atrás quedaron los grandes edificios, el ruido de los transportes y el agite propio de la capital argentina, una de las ciudades más cosmopolitas de Latinoamérica. En El Calafate, las personas se encuentran con el silencio de quien calla ante la belleza e imponencia de la naturaleza misma.
Un breve city tour nos permitió conocer un poco más sobre los principales lugares, costumbres y gastronomía de las poco más de 23 mil personas que habitan en El Calafate.
Al visitar Santa Cruz, conocer uno de los tantos glaciares que la caracterizan es una visita imperdible. Particularmente, tuvimos la oportunidad de estar en uno de los más famosos: el Glaciar Perito Moreno, llamado así en alusión a Francisco Moreno uno de los más activos exploradores de la zona sur del país.
Encontrarse con este frente de hielo de unos 5 kilómetros de longitud y sesenta metros de altura implica reconocer la pequeñez humana. Caminar a través de él es sentir que se transita por lo que muchos consideran la Octava Maravilla del Mundo.
Con esta creación natural grabada en nuestras retinas, regresamos a nuestro lugar de origen encantados de haber conocido las líneas más australes del continente americano, el fin del mundo, donde la palabra imponente encuentra su máxima expresión.
Por Eleana Benítez.