Al caminar por Buenos Aires podemos extraer, puliendo sus baldosas y su empedrado, viejas historias que hacen a la esencia que fue conformando nuestra identidad, tan ajena a las raíces inmigrantes del tango, y tan propia como la misma humedad.
Aquí en Buenos Aires, TODO ES TANGO. Casi sin saberlo, hablamos, caminamos y respiramos tango. Esa forma canchera de pararse y andar por la vida entre la timidez y la soberbia que nos caracteriza en cierta medida nos relaciona con la esencia de aquellos “personajes del tango”, vengativos y arrogantes, malevos y tiernos, solitarios buscavidas e inventores del zafar. Tal vez hoy cambió “el objeto” de la transgresión -de las putas a los travestis, de la ginebra a la cerveza- de la culpa a la liberalidad, pero los excesos siguen siendo los mismos…
El tango tiene que ver con la bohemia, con la trampa y hasta con una forma de reaccionar impulsivamente. Basta verlo bailar para sentir su provocación y dejarse cautivar por su misterio. Basta revisar sus letras para descifrar el modo de sentir y pensar de esos hombres muertos de amor, con una mezcla de ternura e ingenuidad escondida en su corazón, y de esas minas fieles que saben amar convertidas en mujeres idealizadas y recordadas hasta la eternidad. Malena, Gricel, María…
Entre mitos y heroínas, un arquetipo definido suele ser tan difícil de explicar como nuestra compleja y contradictoria historia cargada de dolor. Pero es precisamente para después de ese dolor que no hay nada mejor que un tango para acompañar la pena, sentirse reflejado y comprendido.
En definitiva y casi sin saber todos repetimos frases, sentencias o lecciones aprendidas que tienen que ver con la propia historia, y son la letra de un tango escrito en otro tiempo y escenario, con otras influencias y protagonistas. Probablemente y casi sin saber, cada vez que un argentino murmura está tarareando, bajito, su propio tango…